Arévalo, nuevo Nerón

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Nerón | Nerón pasó a la historia oficial como el último emperador de la dinastía Julio-Claudia —en la que le precedieron como mandamases del imperio Augusto, Tiberio, Calígula y Claudio— y, a la leyenda popular, como el pirómano que le prendió fuego a Roma con la única pretensión de reconstruirla a su imagen y semejanza. Con lo uno y con lo otro, Eduardo Galán ha recopilado para los restos sus aventuras y desventuras, elevando su figura a la altura de otros gerifaltes romanos de trayectoria insoslayable y coronando con su nombre propio una notable tragicomedia.

Para ello ha bebido de tres caudalosas fuentes: los datos biográficos legados por el historiador Suetonio en su ‘Vida de los doce césares’; las interioridades que dejó escritas el “árbitro de la elegancia”, Petronio, que fue consejero del propio Nerón; y, por último, la mezcla de ficción y realidad contenida en ‘Quo vadis’, la finisecular novela histórica de Henryk Sienkiewicz popularizada por su posterior adaptación cinematográfica. El resultado es un drama que se sigue con interés merced a su equilibrada mezcla de gravedad y frivolidad, de profundidad y de entretenimiento, aunque al cronista le parece que una poda en su parte final lo hubiera aligerado de un follaje innecesario.

Galán se centra en las particularidades más chismosas del personaje: Nerón fue sobrino de Calígula y, en gran medida, un (in)digno calco de su ascendiente, pero que nadie busque en este retrato del hijo de Agripina la Menor el calado moral y político con el que Albert Camus adornó su semblanza del hijo de Agripina la Mayor. El dramaturgo madrileño huye de sentencias y dogmas filosóficos para recrearse en la facetas artísticas y lúdicas de su criatura, y solo excepcionalmente invita a la reflexión del espectador.

La función se ve favorecida por una estructura que echa mano de la analepsis y del desdoblamiento en escenas simultáneas para dotarla de un ritmo (casi) cinematográfico y la puesta en escena de Alberto Castrillo-Ferrer, ayudada por la visión coreográfica de Teresa Nieto, se suma al juego propuesto por el autor para completar un montaje ágil y con un punto canalla. El espectador lo percibe desde el mismo comienzo, pues la escenografía de Arturo Martín Burgos no deja lugar a las dudas: la escultórica imagen de Nerón se reparte despiezada por toda la escena y, por entre sus grietas, se desparraman unos amplios cortinajes rojos que van a dar a la primera fila de butacas: hasta ahí llegarán, hacia el final de la cosa, la pasión y la sangre de los escabrosos acontecimientos.

Hasta ahora, el Festival de Mérida solo había acogido a Nerón como secundario de algunas tragedias protagonizadas por sus mayores y, en 1997, como protagonista de un musical dirigido por Jaime Chávarri, ilustrado coñonamente por Mocho Alpuente y capitalizado por la rotunda presencia de Javier Gurruchaga, que se erigía en irreverente trasunto de Peter Ustinov. En esta nueva propuesta, consagrada absolutamente a su figura, Raúl Arévalo se aleja de la oronda estampa fijada por aquellos y encarna a un Nerón más delicado, igualmente ambiguo pero más sutil en sus excesos tiránicos, más truhan en sus vicios y más divertido en sus (presuntas) virtudes. Como ya hicieron Luis Merlo (1994) o Pablo Derqui (2017) al resucitar a su pariente Calígula sobre el Teatro Romano —por ceñirnos al último cuarto de siglo—, con su formidable interpretación Arévalo sienta las bases para dar vida al desvarío. Y, gracias a ello, ya está entre los más grandes.