Quien lo probó, lo sabe

www.nosolomerida.es | Festival de Mérida | Fedra | Conviene dejarlo claro de entrada: la ‘Fedra’ de Paco Bezerra no es una versión de la que cantó Eurípides, ni de la de Séneca, ni de la de Racine, ni de la de Unamuno… La ‘Fedra’ del ‘enfant terrible’ de la dramaturgia española bebe de esas (y de otras muchas) fuentes para terminar destilando una esencia, concentrada y sugerente, que embriaga al espectador merced a un mensaje universal y eterno.

La Fedra de Bezerra reclama con firmeza su derecho a decir la verdad —aunque por el camino se enrede en alguna mentirijilla que enmaraña su discurso— y, antes y después de ello, entreteje sus tribulaciones con epatantes reflexiones acerca del amor. Resumiendo: quita mucho más de lo que da; quien lo probó, lo sabe.

El mito es bien conocido, pero por si acaso: Fedra se enamora de Hipólito, su hijastro; pecado mortal. Porque así lo han establecido, a lo largo de la historia, las religiones, la filosofía y los códigos penales. Mas si no existieran mandamientos divinos ni preceptos morales ni leyes (in)humanas, qué podría impedir que una mujer desee a un hombre que, más allá de su forzado parentesco, no lleva ni una gota de su sangre. Esa es la cuestión.

La ‘entente cordiale’ formada por Bezerra y el director Luis Luque —juntos han firmado ‘La escuela de la desobediencia’ (2011), ‘El pequeño poni’ (2016) y ‘Lulú’ (2017), entre otras— obra el milagro de conformar un todo poético pero accesible, que ayuda sobremanera a mantener la constante atención del público. Al final se aplaude, sobre todo, la pericia de los autores para soltar lastre y convertir el viaje dramático en una experiencia ligera y placentera.

A ello contribuyen los protagonistas de la tragedia: por una vez, Lolita Flores (Fedra) está bien dirigida, haciendo gala de una pasión contenida, de una locura controlada y de una sensualidad comedida; Críspulo Cabezas (Hipólito) le da la réplica con autoridad, defendiendo su carácter puro y asceta ante los embates del amor irrefrenable; y Tina Sáinz (Enone) compone una nodriza más alcahueta que celadora, más enredadora que paliativa.

Todos ellos entran y salen por una vagina tridimensional diseñada por Monica Borromello que lucirá en todo su esplendor en los escenarios convencionales pero que no supone más que un pegote entre las columnas del Teatro Romano, por muy obvias que se antojen sus intenciones. Para más inri, sobre ella se proyectan redundantes imágenes que solo consiguen distraer al espectador, que bastante tiene con soportar una nueva entrega de eso que Mariano Marín considera “música original” pero que no es más que ruido ensordecedor, por mucha txalaparta que le meta. Por suerte, al final lo que resuena en los oídos del cronista es la letra de Bezerra, que se apunta un nuevo tanto.