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Juan Carlos Herrero Bermejo
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  • 13 Aug 2017

    Amor de verano

    Hacía años que no visitaba el pueblo por vacaciones. Aquella pequeña localidad casi extinta en el norte de Extremadura no era mi pueblo natal, sino el de mis padres. Aquel en que se conocieron, fraguaron su amor y debieron abandonar a causa de la falta de oportunidades, buscando un futuro mejor, sobre todo para mí, que empezaba a crecer en el  vientre de mi madre.

    Durante mi infancia y adolescencia había disfrutado de sus fiestas con desaforada entrega, con una inexplicable raigambre localista que me unía a aquellas calles empedradas como si realmente me pertenecieran o, mejor pensado, yo les perteneciera a ellas. 

    Allí descubrí el amor. No solo a las chicas con  las que coincidía cada verano, y que me iniciaron en las pasiones y desencuentros del cariño, sino también a la naturaleza y a la libertad que este lugar y su entorno representaban para mí.

    Me encontré con ella a la entrada del pueblo. Ligeramente perdida y confusa. Le pregunté su nombre y, aunque por timidez no contestó, supe que se llamaba Luna, por su forma de mirar al cielo.

    Aquel fue el mayor de mis amores de verano. Disfrutamos de un estío de libertad, de campos que se abrían a nuestro paso y nubes que dibujaban historias en el cenit para los dos.

    Recorrimos juntos cada rincón del pueblo, convirtiéndonos en envidia y chascarrillo de las amables, pero alcahuetas,  integrantes de los nocturnos corrillos de corredera.

    Al finalizar el verano no tuvimos dudas y, de común acuerdo, decidimos regresar juntos e iniciar una vida en común.

    Hoy, diez años después, mientras observo como desfallece postrada en su lecho, las lágrimas me recuerdan cada segundo juntos.

    Ella, pese a sus escasas fuerzas, y con ese mínimo hilo de energía que aún le ata a la vida, me observa fatigada y, como si supiera en qué estoy pensando, agita ligeramente su rabo para mostrar su fidelidad.



       
  • 24 Jun 2012

    Momentos 18

    Había llegado hasta el lugar ansiado y ahora no sabía qué hacer. Con su mano derecha apretaba vigorosamente la chaqueta,  como si con ese gesto pudiese escudriñar en su pensamiento la mejor opción. No sabía si esperar a la salida de las jóvenes estudiantes y dirigirse a su Mary Jane particular, o si era preferible dejar la chaqueta a quien abriera la puerta, argumentando haberla encontrado en la calle.

    Optó por esta opción por considerarla la menos arriesgada, aunque previamente se acercó a un comercio próximo y pidió un lápiz y un papel, en el que escribió la dirección de la pensión en la que había pernoctado la primera noche, y lo deslizó en uno de los bolsillos. No tenía pensado de momento volver a aquella acogedora morada pero era su única referencia en la ciudad.

    Sostuvo por unos segundos en su mano el aldabón de la puerta en un gesto que se repetiría años después. 

    En aquel momento de reflexión sobre su pasado no pudo evitar comparar aquellas situaciones idénticas de miedos, temores e incertidumbres, unidos en un simbólico aldabón, que podía abrir puertas o responder con silencios o, lo que es peor, reproches.

    Como haría en el futuro golpeó con inseguridad, primero un golpe tímido, casi inaudible, y luego uno seco, decidido.

    Abrió la puerta una anciana de hábito gris y toca amarillenta que le examinó de arriba a abajo antes de preguntar con tono poco hospitalario por el motivo que le llevaba allí. Sin apenas poder pronunciar palabra sostuvo frente a la monja la prenda de la muchacha y en aquel momento se dio cuenta de su error. En el colegio habría cientos de chicas y nadie iba a ir preguntando una a una si aquella era su chaqueta y, en caso de encontrarla, seguramente le caería una fuerte reprimenda por haber extraviado una parte de su uniforme, así que, sin dar más explicaciones echó a correr calle abajo con la rebeca aún en sus manos.



       
  • 24 Jun 2012

    Más de un año en silencio

    Las musas se han escapado. Agobiadas por mi exceso de trabajo huyeron y no sé qué fue de ellas. Dejaron de traerme palabras para describir miradas, dejaron de posar sus alas en mi teclado para escribir el verso anhelante de un beso que se escapó en un suspiro. Espero que estén recorriendo el mundo buscando nuevas sensaciones, nuevas ilusiones que vuelvan a llenar esta caverna.
       
  • 24 Feb 2011

    Candela

    Calor y luz en la oscuridad de invierno.
    La dehesa en flor de primavera.
    Baile de luces en estío
    y crepitar, en otoño, de la alegría.

    Es Candela,  ilusión y sueños.

    Una luz que tilila en la penumbra de mi esperanza.
    Una flor que se abre en el barbecho de la ilusión.
    El calor de un hogar al que se suma.
    Albor de una balanza que se decanta.

    Es Candela, ilusión y sueños.
       
  • 14 Jan 2011

    La colutea arborescens o espantalobos.

    El espantalobos (colutea arborescens) es un arbusto de hasta 4 metros de altura que puebla el centro y sur de Europa, en los claros y el margen de los bosques templados.

    Sus vainas, conocidas como sonajas, dan el nombre popular a esta planta, al chocar unas con otras movidas por la brisa, para producir una curiosa melodía que, según  la creencia popular, es capaz de ahuyentar a los lobos.

    Sus particularidades morfológicas parecen más un accidente evolutivo que una adaptación para la mejora de la especie, ya que es necesario que el viento, o la lluvia, impacten contra sus vainas para que estas se abran, dejando caer sus semillas y poder germinar.


    De la misma forma muchas personas, que parecen tener la capacidad de poder con todo, en ocasiones necesitan un factor externo que las agite, para poder desarrollarse en todo su esplendor.

       
  • 20 Oct 2010

    Momentos 17

    Salió corriendo a buscarla. Le pareció haber observado cómo se dirigía a la izquierda, y en un principio  siguió esa trayectoria sorteando gente entre la multitud. Cuando llevaba alrededor de 2 minutos sin poder encontrarla en el horizonte se paró a recuperar el resuello. 

    En ese momento pensó; si el parque estaba en dirección contraria, y ella lo cruzaba de norte a sur cuando le encontró, era imposible que el colegio estuviese en aquel sentido. Así que giró sobre sus pasos y echó a correr en dirección al jardín donde se habían conocido. Una vez allí tomó de nuevo aliento. Se situó en el mismo punto en que se habían encontrado. Reconstruyó la situación. Y partió de nuevo siguiendo la trayectoría que ella llevaba en el momento de conocerse. 

    Poco tiempo después paró. En el tiempo que había tardado en encontrar el camino correcto ella seguramente habría llegado ya al colegio, o habría tomado alguna de las más de diez calles que desembocaban en aquella avenida.

    Decidido empezó a preguntar a los transeuntes por algún colegio de monjas cercano. Nadie supo decirle. La mayoría ignoró su presencia mirándole con indiferencia. Otros incluso lo tomaron por un depravado, y amenazaron con llamar a la policía. Intentó explicarse. Señaló que había encontrado aquella chaqueta verde y que quería devolverla a su legítima propietaria. No le creyeron.

    Desolado se sentó en un portal a descansar. Las pocas fuerzas que había recuperado con el profuso desayuno se habían desvanecido en aquella infructuosa carrera. Pensó que era una locura.  Que estaba enfermo. Que la gente tenía razón y era un pervertido. Estaba corriendo detrás de una niña de no más de 15 años, y no sabía si era  por devolverle la chaqueta, o si lo que realmente pretendía era volver a verla. Volver a sentir el calor de su mano guiándole por la ciudad. Volver a sumergirse en aquellos ojos de un verde casi ceniza que tanta paz, tranquilidad y sosiego le habían contagiado. 

    Asustado se dispuso a dejar la chaqueta en aquel portal y marcharse, cuando vio que sobre aquella enorme puerta de madera, ante la cual se había sentado, rezaba un enorme cartel: "Esclavas del sagrado corazón de Jesús".
       
  • 20 Oct 2010

    Momentos 16

    No sabía qué le había sorprendido más, si el hecho de que una joven, casi niña, conociera con tanto detalle la obra de Twain, o su rapidez a la hora de establecer aquel paralelismo. Él sólo había dicho Huck, podría ser cualquier Huck. De hecho le parecía casi imposible que nadie identificase automática e inmediatamente aquel apodo con el antihéroe de la literatura americana.

    Se limitó a sonreir. Ella le  conminó a levantarse. "Ven, te invito a desayunar", le indicó. Agradecido declinó la invitación. No podía permitir que una adolescente malgastara sus ahorros en un indigente como él. Ella insistió y prácticamente lo llevó arrastras hasta una cafetería. Pidió ella misma para evitar que, por cortesía, se quedase con hambre. Dos rosquillas glaseadas, un delicioso bollo de nata y un chocolate casi hirviente, que él engullió casi sin respirar. Se disculpó por su voracidad, excusándose en las más de 15 horas sin probar bocado. Ella asintió comprensiva, miró su reloj y, azorada, pidió disculpas a su vez. Había faltado ya a la primera hora de clase, explicó, y las monjas pronto harían saltar la voz de alarma si no aparecía.

    Con un cálido beso en la mejilla se despidió, y salió corriendo de la cafetería tras pagar el copioso desayuno. Al llegar a la puerta echó un rápido vistazo a la mesa, dónde él aún apuraba las últimas migas y, con un, "nos volveremos a ver", desapareció entre la muchedumbre que ya empezaba a poblar las calles. Las mismas hileras de hormigas que tanto le habían asustado el día anterior.

    Acercó la taza al mostrador, recogió su pequeño hato, en el que guardaba las pocas prendas con que viajaba ,y fue entonces cuando se dio cuenta. Sobre sus hombros aún descansaba la suave chaqueta verde de la joven.
       
  • 20 Oct 2010

    Momentos 15

    La adolescente le miró sobrecogida. Posiblemente nunca había visto a un hombre llorar. No supo qué decir. Tan sólo puso una mano compasiva sobre su hombro y se agachó buscando sus ojos para tranquilizarlo con su mirada. Él apenas los levantó para descubrir, de nuevo, aquel inocente universo colmado de ternura, unos grandes ojos color olivo, salpicados de diminutas motas de matices pardos, como pequeñas constelaciones, que irradiaban tranquilidad. En un suspiro sorbió sus dudas, sus miedos, sus muestras de debilidad, y, con voz sibilante repitió varias veces la palabra “gracias”.

    “No te preocupes”, dijo ella, “¿Qué te pasa?”, inquirió. 

    Atropelladamente resumió, con voz aún temblorosa, las vivencias de los últimos días. El tren, la pensión, el gordo seboso que le había negado el trabajo prediciendo su muerte en alguna esquina, el bocadillo de mortadela, la noche en el parque, aquel frío hiriente que se había clavado en sus huesos,… No contó nada de su vida anterior. No explicó qué hacía en aquel tren, por qué se encontraba en Madrid con menos de quinientas pesetas, ella tampoco preguntó, gesto que él, en silencio, también agradeció.

    Le preguntó su nombre. Dudó un momento, y cuándo se disponía a hacer una presentación mínimamente formal, decidió que su identidad  era parte de ese pasado que no quería desvelar y musitó, “llámame Huck”. Fue el primer nombre que se le ocurrió, por Huckleberry Finn, posiblemente uno de los responsables de que él estuviera ahora allí.

    Ante su sorpresa ella pareció comprender la ironía y, con una sonrisa pícara, señaló “llámame Mary Jane”.
       
  • 19 Oct 2010

    Momentos 14

    En lugar de en calor, el frío se convirtió en un fuerte estremecimiento, que se hendió en su estómago. Convulsionado se apoyó en un árbol cercano y comenzó a vomitar una bilis amarilla y ácida que le recordó que no comía nada desde el exiguo bocadillo de embutidos de la mañana anterior. Sus ojos, vidriosos y enrojecidos, reventaban en lágrimas de dolor, que empezaban a mezclarse con las de rabia e impotencia. 

    Recordó su primera borrachera, a los 12 años, y aquellas nauseas que parecían preconizar su muerte. "Si aguanté aquel día hoy no será menos", pensó. Medio asfixiado por su propio vómito intentó secarse el frío sudor que le recorría la frente. Al soltarse del árbol, un fuerte dolor intestinal le hizo retorcerse de nuevo, cayendo al suelo, dónde no podía parar de tiritar, en una especie de espasmo muscular que agitaba cada centímetro de su cuerpo.

    Una joven, de no más de 15 años, se acercó temerosa. "¿Le pasa algo señor?", preguntó, "¿Se encuentra bien?". No pudo contestar, alzó la cabeza como pudo para descubrir la mirada más dulce que jamás había visto. Alzó su mano, rogativa de ayuda. La chica, asustada, dio un paso atrás, que pronto recompuso para ayudarle a incorporarse. Agradecido agachó su cabeza en una sumisa circunflexión. Ella, sin soltar su mano le condujo al banco más cercano y le invitó a sentarse. "¿Se encuentra bien?", repitió.

    "Puedo asegurar que he tenido días mejores", ironizó con una especie de mueca que fingía una sonrisa que le pareció espantosa. "Tengo frío", balbució.

    La joven miro tímida a su alrededor y se quitó la liviana chaqueta verde de punto que cubría sus desnudos brazos, cubiertos ahora tan sólo por una fina blusa blanca de manga corta. "No es gran cosa", señaló, "pero algo hará".

    Intentó impedirlo, al ver como de pronto la tersa piel de la muchacha se erizaba punteando cada folículo piloso, pero el tacto de aquella suave prenda sobre su cuerpo, y el aroma a vainilla que despedía, amainaron rápidamente su trémolo temblor, aferrándose a ella como aquel niño naufrago del sueño a la madera. Con un tenue y casi imperceptible agradecimiento bajó la cabeza, y en una sobrecogedora posición casi fetal, comenzó a llorar desconsoladamente.
       
  • 18 Oct 2010

    Momentos 13

    El sol había apretado en las últimas horas de la tarde y el suelo parecía completamente seco. Por eso regresó al mismo parque dónde había comido y decidió pasar allí la noche. Un pequeño regato lo rodeaba, escondido tras un seto que le podía servir a su vez de cobijo. Se aseguró de que el cesped estaba perfectamente árido, colocó su mochila a modo de almohada, apoyada en un árbol cercano, y se acomodó tras la pantalla de aligustre, oculto completamente a la vista de cualquier curioso.

    El colchón de grama le ofreció un cómodo jergón sobre el que reposar, y su olor a hierba  y la humedad del riachuelo cercano le condujeron a tiempos mejores, en los que sus pulmones disfrutaban de la naturaleza entre juegos infantiles cerca del río.

    El sonido de los últimos visitantes del parque, algún niño rezagado, una pareja errante dibujando su amor en un banco, o algún noctámbulo paseando su perro, se fueron apagando a medida que el cielo se poblaba de estrellas. 

    Observó el ocaso atónito, y lo comparó con aquellos anocheceres tirado en el cesped junto a su hermano, disfrutando a hurtadillas de sus primeros cigarros, mientras inventaban constelaciones con nombres propios. "Aquella", recordaba, "se parece al profesor de matemáticas, alta y desgarbada", "aquella dibuja una oronda panza como la de don Rafael, el cura de la parroquia"... Así pasaban eternas noches, imaginando un cielo plagado de  luminosos dibujos animados, con personajes de la vida real.

    Miguel le dijo un día que los rusos habían llegado hasta las estrellas. Que en los periódicos y la televisión no había salido nada porque Franco estaba aliado con los americanos y lo había prohibido, para darle mayor importancia a la conquista de la luna, pero que en cada estrella había un misil apuntando a España para acabar con el franquismo. Él tenía miedo. Pensaba que si aquellos misiles se disparaban no sólo acabarían con la dictadura, sino con todos los habitantes de la tierra. ¿Cómo iban a apuntar tan bien tantos misiles? Pero nunca se lo dijo a su hermano.

    Aquel cielo era distinto, las estrellas se veían mucho más apagadas y había que hacer un gran esfuerzo para distinguirlas, sin embargo, apurando mucho la vista consiguió encontrar la M que tras la muerte de su hermano Miguel había trazado en el cénit.

    Observándola se quedó dormido, para despertarse pocas horas después cuando el rocío de la mañana comenzó a hacer estragos y se le clavó en el cuerpo como un gélido aguijonazo. Aterido de frio se acurrucó junto al árbol en posición fetal, esperando entrar en calor, pero su cuerpo tiritaba de forma preocupante sin poder apenas guardar el equilibrio. Como pudo se levantó semiencogido y echó a correr, esperando entrar así en calor.


       

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